Casi todo el mundo está obsesionado con la crisis económica que se
avecina o, mejor dicho, en la que ya estamos. La preocupación es
importante ya que las circunstancias que hemos vivido, y estamos
viviendo sin que haya un horizonte final definido, han creado un clima en
el que la supervivencia de gran número de empresas pequeñas y
medianas se augura difícil por no decir imposible.
Pero, si echamos un vistazo a la historia, ello representa, una vez más, un
reto para los empresarios de verdad, que siempre (ya desde la propia
creación consuetudinaria de las primeras normas mercantiles) han tenido
que “buscarse la vida” con o sin la ayuda de las instituciones, empleando
una de las armas que les ha permitido la supervivencia: la imaginación.
Constantemente oigo comentarios acerca del gran número de empresas
que van a verse abocadas al concurso de acreedores y casi siempre con la
certeza de que van a ser concursos de liquidación, es decir, para el cierre y
desaparición de las empresas.
Quiero aquí romper una lanza en pro de que también los juristas
colaboremos con los empresarios empleando, a nuestro nivel, esa arma de
la imaginación.
Probablemente una buena cantidad de empresas que ahora se hallan en
una situación delicada (o incluso desesperada) podrían subsistir en el
futuro a condición de que se planteen soluciones que van más allá de
ponerse en manos del enterrador. Para ello habrá que buscar soluciones
que superen muchas veces algunos de los “principios esenciales” de
nuestro sistema, como el principio de conciencia de clase o incluso el de
imposibilidad de pactos con la competencia.
En estos momentos la pervivencia de las empresas no depende en
absoluto de las posibles ayudas que el estado pueda poner a su
disposición. Eso será interesante, pero es pan para hoy y hambre para
mañana. Basar la continuidad de la empresa en esos recursos es una
temeridad abocada al fracaso. Hay que mirar mucho más lejos y ser
consciente de que el estado somos todos y más tarde o más temprano
pagaremos la factura.
Los empresarios deben hacer lo que siempre han hecho, como decía
antes: poner en marcha la imaginación y buscarse la vida.
Unos ejemplos: ¿podría pensarse en una fusión con otras empresas,
incluso competidores para fortalecer la intervención en el mercado?
¿Podría apelarse al sentido de la responsabilidad de todos los integrantes
de la empresa para construir juntos un futuro posible? ¿Podríamos crear
entidades que presten servicios comunes a las empresas desligándolas de
una estructura que probablemente no van a poder mantener
individualmente? ¿Podría así crearse puestos de trabajo que de otra
manera desaparecerían? Me guardo algunos más; y seguro que los
empresarios de verdad tendrán otras alternativas que a los juristas se nos
escapan. Pero ya les daremos la forma.
Que no se me entienda mal. No estoy diciendo que no haya que aplicar el
concurso de acreedores, que habrá que hacerlo en buena parte de los
casos. Solo estoy diciendo que, como todo buen profesional ha de hacer,
mi planteamiento de actuación antes de emprender un asunto es sobre
todo el tener claro a donde quiero llegar, o mejor, a donde quiere (y
puede) llegar mi cliente.
El concurso, entonces, pasa a ser en muchos casos un medio y no un acto
final que acaba con la bajada de telón.
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